La mayoría de las personas podrían pasar toda su vida buscando la perfección, en cualquier cosa, y nunca alcanzarla.
Pero en el béisbol, existe un nombre para eso, una medida de impecabilidad, llamada el juego perfecto.
Su belleza es simple: 27 arriba, 27 abajo.
Y hace 13 años, un viernes, el 15 de agosto de 2012, Félix Hernández fue perfecto.
Es uno de los momentos más grandes en la historia de los Seattle Mariners.
Ese día, recibieron a los Tampa Bay Rays. Seattle llegaba con 10 juegos por debajo de .500. No había nada por qué jugar.
Pero, de repente, Hernández estaba intratable.
Retiró a nueve bateadores seguidos, y luego Brendan Ryan conectó un hit, robó segunda y fue impulsado a home por Jesús Montero para una ventaja de 1-0.
A partir de ahí, fue todo King Félix.
Ponchó a cada turno del orden de bateo de Tampa Bay excepto al primer bate, Sam Fuld. Los Rays intentaron con dos bateadores emergentes, pero fue en vano.
Hernández terminó con 12 ponches, 113 lanzamientos, 77 strikes.
El lanzamiento final, pintado en la esquina interna a 92 millas por hora, desató celebraciones pocas veces vistas en un diamante de Seattle.
Can’t believe it’s been 13 years.
— Mariner Muse (@MarinerMuse) August 15, 2025
The final out of Félix Hernández’s perfect game: pic.twitter.com/oKC9Jf7BW3
Según los registros actuales, ha habido 24 juegos perfectos en la historia de la MLB.
Hay pocas cosas más raras en este deporte. Para los lanzadores, esto es lo máximo.
Claro, se trata más de resultados que de proceso. ¿Es necesario que las pelotas sean bateadas justo hacia los jugadores correctos para lograr un juego perfecto? Definitivamente.
Pero al final, el trabajo de un lanzador es evitar que los corredores lleguen a base. Y en un juego perfecto, eso se hace de manera impecable.
Así que este viernes, los aficionados de los Mariners recuerdan con justicia a King Félix, un superhéroe de Seattle. El equipo de este año es, en conjunto, mucho más prometedor que aquel de hace 13 años.
Pero la sensación de presenciar la perfección nunca se desvanecerá. A Hernández no pudieron tocarlo ese día, y esa tarde quedará para toda la vida.
*Artículo original de Billy Heyen y traducido por Ernesto Guevara